Dedicado a los trabajadores de las residencias
Que con su labor han hecho más grande a nuestro pueblo
La hermosa playa retozaba ambarina, mientras presumía deslumbrante con el brillo de sus plácidas arenas… Al fondo, el mar. Inmenso, azul, poderoso y afable. Amante que seduce y envuelve con caricias de espuma. Pero el destino, agazapado en el horizonte, aguardaba sigiloso con el fin de cumplir sus presagios. La desgracia está presente en toda epopeya para construir héroes o villanos. Así, una inesperada tempestad, venida desde las profundidades del océano, embriagada por una cólera venenosa, azotó, ola tras ola, todos los recodos de la tierra, sembrando a su paso dolor, incertidumbre y miedo.
Las calles quedaron vacías. Solo sus pasos resonaban contra el pavimento, recordando el lamento de una guitarra herida. El corazón en un puño y el alma llena de inquietud. Nada más entrar, hacia el circuito de sucio, donde quitarse la ropa y ponerse el uniforme. En el circuito limpio, las protecciones, pocas y escasas, al principio. Bolsas de basura como escudo impermeable. Un persistente y acre olor a lejía. Cada uno aportaba lo que tenía o podía: una madre que cose mascarillas hasta altas horas de la madrugada, un hermano que fabrica máscaras de protección con una impresora 3D… Desinfectante. Todo era bienvenido y muy agradecido. La gente sigue escondida en sus casas. Ellas, no, a pesar de sus hijos pequeños, de sus padres mayores, de sus esposos… Ellos, no. Ansiedad, insomnio, sin abrazos de apoyo, sin besos. Aunque siempre había lágrimas. De escozor, de pánico, de valentía sin pudor. La protección de nuestros ancianos, que hoy eran abuelos y padres, pero un día habían sido hermanas e hijas, se convirtió en la razón de la lucha. Conquistar la calma frente a la angustia como primera línea de acción. Porque no hay batallas imposibles, se decían. Teatros, juegos, música para ellos. Reuniones familiares virtuales llenas de suspiros escapados del infierno de la pena. El calor del acompañamiento a las familias a través de llamadas continuas para adormecer el desamparo de tantas noticias desoladoras…De nuevo, la generosidad ante el que sufre. La mano amiga. La lanza de amor como arma de combate. Siempre la entrega de aquellos héroes invisibles.
Las manos de sor Carmen
Son como pájaros en el aire
Historias de costura
Entre sus dedos dulces de hojaldre.
Las manos de sor Carmen
Saben qué hacen por las mañanas
Cuando cuidan las vidas
De otros ancianos, pan de esperanza.
Las manos de sor Carmen
Llegan al patio desde temprano
Todo se vuelve fiesta
Cuando ellas vuelan junto a otros pájaros
Junto a esos pájaros que aman la vida
Y que construyen con su trabajo.
Arde la leña, calienta el barro
Y lo cotidiano se vuelve mágico.
Las manos de sor Carmen
Me representan un cielo abierto
Y recuerdos de infancia
Trapos calientes junto al brasero.
Siempre se entregan cálidas,
Nobles, sinceras, limpias de todo
Y enternecen el alma de quien las mira
Libres de odio.
Estos versos, adaptados para sor Carmen, quieren ser, además, un reconocimiento y un homenaje de agradecimiento a monjas, terapeutas, cocineras, limpiadoras, secretarias, auxiliares, personal sanitario, asistentas… y a todos cuantos con su generosidad y entrega han sostenido no sólo los cuerpos de nuestros abuelos, sino también sus corazones, llenándolos de optimismo, alegría, esperanza y cariño. Por todo ello, gracias.
Sois seres de luz y almas sembradas de dignidad.
Sois ángeles.

María del Carmen Navarro Ruiz es ateneísta, licenciada en filología hispánica por la universidad de Córdoba y logopeda titulada por la universidad de Vic (Barcelona); ha ejercido la docencia en enseñanza secundaria durante 29 años y ha publicado casi una veintena de libros.